sábado, 10 de septiembre de 2016

UN PÚBLICO RECONOCIMIENTO a la escuela pública


Por José María Rosell Tous y Leonardo Borque López
Integrantes del Movimiento Social por la escuela Pública-Asturias
Atlántica XXII, septiembre 16

Foto Atlántica XXII

Para tratar de un asunto de tanta enjundia convendría, antes de nada, acercarse a las características de lo que se ha definido como escuela pública. Según los historiadores de la educación sería la que tiene financiación, titularidad y carácter públicos (destinada a todos), gratuita, obligatoria y con profesorado formada y seleccionado por el Estado (J.R. Berrio). A. Viñao propone, además, que debe ser científica, laica, democrática, coeducadora y destinada a toda la sociedad.

Con esta denominación también solemos referirnos en la actualidad a todas las enseñanzas y etapas educativas no universitarias. Aquí vamos a prescindir de la etapa infantil (en el siglo pasado muy doméstica) y de la enseñanza profesional, más compleja, poco estudiada y siempre pariente pobre del panorama educativo.

La Ley Moyano de 1857, a comienzos del siglo XX, aseguraba la enseñanza religiosa e inspección eclesiásticas sobre la escuela, aunque, gobernantes como Romanones y Canalejas introdujeron opciones de voluntariedad para la enseñanza religiosa en algunos casos. La escuela sostenida por el Estado, entonces denominada “nacional”, estaba abierta a todas las clases sociales, pero las clases pudientes preferían colegios de dirección religiosa. En estas circunstancias, los grupo republicanos concebían la escuela como científica, libre, obligatoria, gratuita, laica, coeducadora, abierta a la mujer y, por lo tanto, solidaria y tolerante. A su vez, el reformismo propugnaba el carácter integral, la neutralidad (en materia religiosa), la graduación y los métodos intuitivos. La Institución Libre de Enseñanza se pronunciaba por una escuela interclasista e integradora, reservando la religión para el hogar y la Iglesia. Los sindicatos obreros, en su afán por elevar el nivel instructivo de las clases trabajadoras, también adoptaron la mayor parte de estas propuestas, sobre todo la referente a la laicidad. Como estas fuerzas sociales y políticas cuestionaban la educación de las “nacionales” que, además, eran insuficientes, fundaron numerosas “privadas” de acuerdo con sus principios. Paralelamente había gran presencia de enseñanza privada religiosa (un 25 % de siglo) sobre todo en ciudades y núcleos urbanos de cierto tamaño. 

Unas y otras optaban a obtener principalmente subvenciones municipales, aunque a medida que fue aumentando la presencia de las mencionadas fuerzas de izquierda en los ayuntamientos, se incrementó el debate sobre subvencionar a unas o a otras. En el congreso del PSOE de 1918 triunfó la propuesta del pedagogo socialista e institucionista L. Luzuriaga, de que el partido se volcara en defender la escuela “nacional” introduciendo las características mencionadas. La Dictadura de Primo de Rivera supuso evidentemente un parón en el proceso que venimos relatando.

República y dictaduras


Los gobiernos del Primer Bienio de la II República suponen el triunfo neto de las ideas mencionadas. La escuela nacional, cuya expansión se fomentó decididamente, se definió como “única” y se prohibió además la enseñanza a las Órdenes Religiosas. Prohibición que burlaron fundando unas “Mutuas” con la complicidad de la clientela y el profesorado prescindiendo de los hábitos. Las dificultades financieras del gobierno para sustituir los centros religiosos y la llegada al poder de la derecha en 1933 dieron al traste con gran parte de la política anterior. Luego, la sublevación de 1936 puso fin a los propósitos del gobierno del Frente Popular de volver a la política de 1931-33. 

El franquismo supuso el triunfo absoluto de los postulados eclesiásticos en materia educativa. La acción del Estado se concibe como subsidiaria, se reconoce la plena libertad (solo para la Iglesia) para fundar centros y la escuela nacional volvió a la postración de comienzos del siglo XX. Los institutos de lo que entonces se denominaba Enseñanza Media, que también había comenzado a extender la República, se redujeron a uno para cada sexo y provincia y alguno más en Barcelona y Madrid o ciudades de cierta importancia. En veinte años no se creó ni uno más. Por el contrario, la acción eclesiástica se volcó en esta etapa educativa, que llegó a acoger el 65 % del alumnado, al tiempo que se extendía una lacra como era la enseñanza libre hasta alcanzar más del 30 % del alumnado. Luego, la recuperación demográfica y el desarrollismo incrementaron la presión sobre el sistema educativo y esta presión, paradójicamente, hubo de ser satisfecha por el Estado cuyos centros de Enseñanza Media Elemental ya eran más de 800 en 1970. En aquel año se promulgó la ley que sustituía el antiguo Bachillerato Elemental por la segunda etapa de la E.G.B. que se declaraba obligatoria y, por lo tanto, gratuita. Este fue el motivo para que se iniciara una política de subvenciones a los centros no
estatales que impartieran esta etapa. Así, en la Transición se pasó de los 750 millones en 1973 de pesetas con Villar Palasí a los 13.728 con Íñigo Cavero en 1979. 

La consolidación de esta política se produjo con la LODE del primer gobierno del PSOE en 1985, que consolidó los conciertos introduciendo ciertas condiciones y limitaciones para garantizar la equidad de escolarización con los centros estatales. Las leyes posteriores no cambiaron nada en este terreno e incluso el Partido Popular relajó aquellos condicionamientos de la LODE. En consecuencia, los centros concertados prosiguen seleccionando su alumnado través de diversos mecanismos. Su localización busca alejarse de las zonas urbanas problemáticas (bajos ingresos, inmigración) y se cobran cuotas extras por diversos conceptos que, por ejemplo en 1994 les supusieron otro 50 % sobre lo que recibían del Estado. Consiguientemente, la escuela pública se ve obligada a asumir esas cargas sociales que rechaza la red concertada. Una conocida socióloga como Julia Varela y un reputado historiador de la educación como A. Viñao, han criticado fuertemente esta situación de postergación de la escuela pública. Pero incluso protagonistas de la LODE como Álvaro Marchesi o teóricos del PSOE como el fallecido Luís Gómez Llorente han reconocido esta perversión del sistema educativo.

Si analizamos los inicios de este siglo XXI, veremos que la legislación promulgada no ha hecho más que abundar en la citada perversa diferenciación del sistema educativo. La LOCE (2002, Pilar del Castillo), la LOE (2006, Mª Jesús Sansegundo) y la nefasta y controvertida LOMCE (2013, José Ignacio Wert) han sido leyes muy regresivas. Han favorecido la privatización de nuestro sistema educativo, la confesionalidad religiosa del mismo, la segregación de alumnado y centros de enseñanza; han eliminado cualquier posibilidad de democratización y participación en los centros. Como ejemplo de ello, basta considerar la terminología utilizada en dichas leyes, la propia definición que se hace de sistema educativo, la ampliación de la duración de los conciertos, la posibilidad de cesión de suelo público a entidades privadas, la autorización expresa a la segregación por sexos que se produce en los centros católicos del Opus Dei, la consideración de la asignatura de religión, las revalidas y pruebas externas, la modificación del sistema de acceso a la universidad, o el papel asignado a las direcciones y al Consejo Escolar de los centros.

Segregación por clase social


A través de una doble red pública y privada-concertada, que se engloba bajo el eufemismo de “centros sostenidos con fondos públicos” se va consolidando un modelo dual, clasista y segregador. En la actualidad, todos los estudios (aún discrepando en sus causas) coinciden en la clara y manifiesta segregación por clase social (se mida ésta como se mida) que se produce entre la escuela pública y los colegios privados-concertados. Tanto si analizamos los ingresos familiares, como el nivel de estudios de los progenitores, su nivel ocupacional, su nivel cultural o las expectativas que manifiestan sobre el futuro de sus hijos, es obligatorio aceptar la existencia de una diferente composición social del alumnado según el tipo de centro al que asiste. Y esta diferencia no es casual, sino provocada.

Esta situación perversa se intensificó con la llegada de la mal llamada “crisis” del año 2009. Si bien es cierto que en los años anteriores a la misma, la aportación de las administraciones al sistema educativo se había incrementado, acercándose al 5% del PIB y acercándonos a niveles de inversión europeos, también lo es que los millones dedicados a subvencionar los conciertos educativos prácticamente se duplicaron, agudizándose por tanto el tratamiento diferencial.

Además, a partir de esa fecha, los enormes recortes aplicados a todos los servicios públicos también han afectado a la educación y no se han repartido de manera equitativa. Así, mientras en la enseñanza pública la reducción de plantillas ha supuesto el despido de más de 20.000 profesores (analizando solo las enseñanzas de Régimen General no universitarias), en la enseñanza privada-concertada se han mantenido los conciertos educativos e incluso se han incrementado en más de 10.000 el número de profesores. Por lo que parece, como en otros ámbitos, la crisis no es igual para todos: para unos supone un deterioro de sus condiciones de vida; para otros una ocasión de negocio.

Paralelamente a lo anterior, el alumnado no solo no ha disminuido en este tiempo, sino que ha aumentado en cerca de un millón de nuevos alumnos, de los cuales aproximadamente la mitad (medio millón) son inmigrantes.

La disminución de prácticamente un 1% del PIB dedicado a educación, nos retrotrae a épocas que creíamos olvidadas, afectando a la calidad de nuestro sistema educativo así como a las condiciones de estudio y de trabajo del alumnado y profesorado. Y esta situación de desinversión no es solo, ni fundamentalmente, fruto de la crisis sino de un proceso general de desmantelamiento de todo lo público y su libre abandono al mercado; mercado en el que ni los costes se reparten por igual, ni cabe hablar de igualdad.

Campañas de desprestigio


Para poder justificar este abandono es necesario promover campañas de desprestigio del sector público, destacando su ineficiencia, y exagerando los pobres resultados obtenidos en pruebas internacionales, como el tan mencionado informe PISA. Sobre ello, cabe hacer multitud de precisiones y deshacer algunas falacias.

En primer lugar, acerca de las clasificaciones ordinales hay que saber que, como su nombre indica, únicamente establecen órdenes, no cuantifican diferencias. Y es preciso decir que, en la mayoría de ellos, nos situamos en una discreta posición media. En segundo lugar, en cuanto a las calificaciones obtenidas, hay que notar que se presentan según una distribución normal (500,100); es decir, que si se convierten en escalas inteligibles por la mayoría de los ciudadanos estaríamos hablando, en la mayoría de los casos, de diferencias del orden de 15 centésimas sobre una puntuación de 10. Además, estas diferencias prácticamente desaparecen en cuanto se corrige la puntuación con el índice SESC que tiene en cuenta las condiciones socio-económicas del alumnado. En tercer lugar hay que observar que las diferencias obtenidas entre nuestras propias comunidades autónomas son, en muchas ocasiones, superiores a las diferencias entre países. Por lo que parece que para establecer cualquier plan de mejora no sería necesario “importar recetas”, por lo general no aplicables, sino copiar lo que ya se esté haciendo bien en cada una de nuestras comunidades. En cuarto lugar hay que decir que no es cierto que en el informe PISA se hable de “fracaso escolar”, entre otras cosas porque se trata de un concepto difuso y no homologado. De lo que habla el informe PISA, y en lo que sí duplicamos la media europea, es del abandono educativo temprano; es decir, del porcentaje de población de 18 a 24 años que no ha continuado sus estudios tras la escolarización obligatoria. Pero cabe hacer dos precisiones importantes: una es que ello se debe mucho más a la estructura que ha tenido nuestro sistema productivo que a cualquier causa que se quiera buscar en nuestro sistema educativo; otra que en los 10 últimos años, este porcentaje ha bajado del 32% al 21% (más de un 1% anual), por lo que cabe pensar que nos encontramos en el buen camino.

Por último, para quienes añoran tiempos pasados (bastante peores, pero idealizados y mitificados) cabe recordar algunos datos muy, muy recientes: ¿recuerdan que España no se incorporó a la UE hasta 1986? ¿recuerdan que en libros de texto del año 80 se menciona aún a España como “país en vías de desarrollo”? ¿recuerdan que en 1981 el porcentaje de analfabetismo medio en España alcanzaba casi el 8% (en las mujeres superaba el 11%) y que en algunas provincias alcanzaba el 18% (en las mujeres superaba el 25%?) ¿O son cosas que ya hemos olvidado?

Por ello entendemos que la política de desprestigio a que se somete nuestro sistema educativo (en particular a la escuela pública) es injusto dado que no se corresponde con la realidad. Tenemos mejores resultados que los que nos corresponderían por el nivel de desarrollo económico, social y cultural del país. El desafío es mantener y mejorar lo alcanzado hasta la fecha, y eso no se consigue precisamente con políticas de recortes en los servicios públicos.

El mayor peligro con el que se encuentra nuestro sistema educativo es la creciente dualización del mismo con el consiguiente crecimiento de la desigualdad. Y eso lo estamos propiciando desde nuestras propias políticas educativas. Estamos pagando, con dinero público, un sistema de conciertos educativos que produce segregación social.


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